Ayer me encontré con
una amiga de la infancia, hacía casi 20 años que no nos veíamos. Nos fuimos a
tomar un te y a ponernos al día de cuanto había ocurrido en nuestras vidas en
estos años.
Es curioso como
aparecen y desaparecen las personas en nuestro caminar…
En un momento dado,
nuestros mundos tomaron rumbos distintos y perdimos el contacto, lo fuimos
relegando a una simple llamada de teléfono por Navidad y poco más.
Me encantan estos
guiños del destino juguetón.
Porque es curioso que
justo aquello que no compartíamos y que
nos fue distanciando, sea precisamente lo que nos vuelva a unir.
Cuando me despedí de
ella, la miré larga y fijamente y un escalofrío me recorrió el cuerpo…
Sentí una emoción
indescriptible, no ya por el feliz re-encuentro, que también, era algo más
etéreo.
No se si seré capaz
de describirlo.
Era como verla por
primera vez pero también era como si reconociera la antigüedad de su ser.
Y eso me confirmó,
que la esencia de las personas no cambia tanto, o no cambia nada con el paso
del tiempo. En el fondo de sus ojos descubrí que seguía siendo aquella
personita avispada y dulce a pesar de todo el bagaje de su vida.
Nuestra esencia se
mantiene intacta a pesar de que el péndulo de nuestras emociones se mueva
imparable.
Y es así, que empiezo
a mirar a las personas que me rodean con otros ojos.
Y es así, que no me
basta con mirar con los ojos físicos, aquellos que desvirtúan una realidad que
aún siéndome familiar siento que no es exacta.
Miro hacia atrás en
el tiempo y busco en mi interior aquello que soy, aquello que mantengo.
Me reconozco y abrazo
la esencia de lo que fui, de lo que soy.
La miro y hallo más,
mucho más de lo que veo.